Tortícolis congénita y adquirida.
Esta semana han coincidido en consulta dos niñas con lo que, a simple vista, podría parecer “lo mismo”: tortícolis. Sin embargo, cada caso ha sido muy distinto, y ambos me han servido para reflexionar sobre un tema que considero esencial en la infancia: la relación que desarrollamos con el dolor y el movimiento… y cómo el entorno puede influir —mucho— en esa relación.
Dos casos distintos, una misma atención
Por un lado, vi a una niña nacida en febrero de 2021 que había comenzado, de forma repentina, a inclinar la cabeza hacia un lado, con rigidez en el cuello. En el hospital descartaron cualquier daño estructural o traumatismo, diagnosticando una contractura cervical.
Cuando llegó a consulta con su madre y su tía, la tensión emocional era evidente. El susto, la incertidumbre y la necesidad de “hacer algo” estaban muy presentes. En esa primera sesión no realicé ningún tratamiento físico, hubiera sido peor. Me centré en algo que considero igual de terapéutico: tranquilizar, explicar y acompañar.
Utilicé herramientas de pedagogía del dolor, una forma de comunicación que busca explicar el dolor de manera sencilla y comprensible, sin alarmismo, y recordando que el dolor no siempre significa daño. En la infancia, donde todo está en desarrollo —también la percepción y la interpretación del dolor—, este tipo de educación es fundamental.
En la segunda sesión, ya con más calma en el ambiente, pude establecer contacto físico con la niña, con su madre también en camilla. Apliqué técnicas suaves y respetuosas, siempre adaptadas a su estado. Pero lo más importante fue el mensaje que reforcé en ambas visitas:
👉 No hacer del problema el centro de atención.
👉 Seguir con la vida normal, sin limitar sus movimientos ni transmitir miedo.
Movimiento libre desde los primeros meses
El otro caso fue muy diferente: un bebé de apenas dos meses con diagnóstico de tortícolis congénita, más relacionada con una tensión o acortamiento del esternocleidomastoideo (el músculo largo del cuello). Aquí, el trabajo se centra no solo en las técnicas manuales, sino sobre todo en cómo el bebé se mueve y cómo lo acompañamos en casa.
En estos casos, es fundamental:
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Fomentar el movimiento libre, sin restricciones innecesarias.
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Evitar la posición mantenida en supino (boca arriba) durante largos periodos.
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Invitar al bebé a girar la cabeza hacia ambos lados con estímulos visuales y táctiles.
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Variar las posiciones, ofrecer suelo, y respetar los ritmos.
El entorno como parte del tratamiento
En ambos casos, lo que más me llamó la atención fue el peso del entorno. Y con “entorno” no me refiero solo a la familia, sino también al entorno sanitario. A veces, sin darnos cuenta, los adultos —y sí, también los profesionales— pecamos de exceso de cuidado. Frases como “no lo muevas”, “cuidado con tocarle el cuello” o “mejor no hacer nada por si acaso” pueden instalar en el niño o en su familia un miedo al movimiento que termina siendo más limitante que la causa inicial.
Esto es especialmente delicado en la infancia. Porque es entonces cuando se siembran las bases de cómo nos relacionamos con el dolor, con el cuerpo y con la propia capacidad de recuperación. Si desde pequeños aprendemos que cualquier molestia es peligrosa, o que el cuerpo “no se toca”, crecemos con una relación basada en el miedo, la evitación y la desconfianza.
Por eso, en consulta, no solo trabajo con el cuerpo. Trabajo también con las palabras, con los gestos, con el tono, y con la forma de acompañar desde la calma y el respeto. La pedagogía no es solo para el colegio; también es fundamental en los espacios de salud. Explicar es tratar. Y muchas veces, es lo que más alivia.